¡Y somos nosotros, destiladores de frutos y bebedores de absenta, quienes los tratamos como salvajes!
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Algunos negros nos esperan. Unos van vestidos con
taparrabos, otros con una túnica blanquecina, colgada sobre los hombros al modo
antiguo. Un pequeño somalí camina junto a mí. Lleva sus andrajos con una gracia
inexpresable y sostiene en la mano la tarjeta de un café. Tiene diez años, ojos
soberbios, una sonrisa de muchacha y dientes blancos. Dos abisinios nos
acompañan y hablan árabe. [...]
Ahora llegamos a un bloque macizo y gris, agujereado por
ventanucos enrejados, severo bajo la noche clara. El pequeño somalí se ríe: “Esto
cárcel”, dice. Y yo pregunto: “¿Cuántos prisioneros?”. “Oh, muchos, muchos —responde—,
todo, todo lleno.” “¿Blancos?”, pregunto. “Oh, no, hombres negros.” Y se ríe de
nuevo enseñando la dentadura.
Ahora la gran plaza de Djibouti, cuadrada, rodeada de
hoteles, de cafés, de tiendas. Ting y yo nos sentamos en el café del Louvre, y
tomamos mastics (raki). Doy diez céntimos a mi pequeño guía. No se va, sino que
permanece cerca de mí, y me abanica el rostro con su cartulina. “Yo dar viento
a ti, hacer fresco”, dice. Y sonríe. Tiene el cabello crespo, completamente dorado
por el jabón somalí. Quiero darle de beber: agita la cabeza: “Somalí nunca bebe”,
dice con gravedad. Dos negros se aproximan, y nos enseñan, para vendérnoslas, ágatas
de Ceilán, cristales de roca del tamojal, sortijas de plata, cuernos de gacela [...];
los policías indígenas que rodean la plaza, tocados con birretes a la inglesa,
látigo en mano, los apalean para echarlos. [...]
Quiero que el pequeño Alí, que fuma un cigarrillo que le he
dado, se siente: lo echan a latigazos. El gobernador de la República prohíbe
que los negros se sienten en las sillas de los cafés, cerca de los blancos. [...]
El somalí de Adén me acompañará al barco: lleva una caja de
cheroots de Trickinopoli que he
comprado. Alto. El pobre somalí es detenido por un agente negro que se lo
llevará a prisión. Otros somalíes llegan e imploran. El agente permanece sordo.
Le explico que lo que lleva es mío, que voy a pagarle: tiempo perdido. El
agente nos acompaña y, en cuanto me haya ido, encerrará al pobre negro en una
celda. El desdichado me mira suplicante. No, ciertamente no voy a permitirlo. Volvemos
todos a la plaza. Allí encuentro al francés gordo, jefe de la policía, bebiendo
cañas de cerveza, tocado con su casco blanco. Apenas he hablado: “Muy bien, muy
bien —dice—, este hombre es libre”. “Entonces —digo— ¿por qué se le castiga si
no ha hecho nada?”. “Es que, señor, tememos que los negros molesten a los
europeos, nos vemos forzados...”.
¡Pobre exiliado de Adén, vestido con su harapo rojo, que
sigue con la vista mi piragua! ¡Pobre pequeño Alí, con su pelambrera teñida,
sonriendo tristemente en el malecón, la mano por encima de la cabeza para
decirme adiós! La bestialidad de la raza blanca tiene un fondo de estupidez y
de ferocidad desconocidas —como la gorra de Bovary. [...]
Abisinios y somalíes pululan en cubierta. Un grupo de
pasajeros de segunda, que ha traspasado sus límites, rodea a un negro que
ofrece arrojarse desde lo alto del palo de mesana. Le prometen cinco francos.
Clavado sordo desde doce metros de altura. [...] Cuando nos aproximamos sale un negro
desdichado a quien los blancos han llenado de jabón so pretexto de blanquearlo.
Lo persiguen a puntapiés mientras chillan. Una mujer protesta tímidamente, y
una voz unánime le grita: “¡Qué más da! ¡Es un salvaje!”.
La nación que proclamó los Derechos del Hombre trata a una
bella raza inteligente peor que al ganado en el matadero. Los fustigan; los
ponen en manos de otros negros feroces que los meten en prisión para hacerles
devolver los escasos francos que han podido ganar; hacen befa de ellos, peor
que lo que se hace con los esclavos en América. ¡Y es Francia la que da este
ejemplo!
M. Clausson, un explorador belga de a bordo, que ha pasado
su vida en China, en Mongolia y en el Tíbet, se ha sublevado de indignación. Él
también había dado de beber a un pequeño somalí. Y el niño le respondió: “Somalí
no bebe, nunca. Si somalí bebe, loco, y madre cortar cabeza”. M. Clausson le ofreció
un franco, dos francos, cinco francos, para probar un vaso de cerveza. El niño
ha permanecido firme en sus trece.
¡Y somos nosotros, destiladores de frutos y bebedores de
absenta, quienes los tratamos como salvajes!
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Marcel Schwob, Viaje a
Samoa. Cartas a Margarita Moreno, “A bordo del Ville de la Ciotat. Golfo de
Adén. Miércoles, 30 de octubre de 1901”, trad. Jaume Pomar, Folio, 2004.
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{Al transcribir he corregido los leísmos —gl}
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