martes, 20 de marzo de 2012

Juan Jorge Ayala / Peán



gritamos valentones en la calle vacía,
que a mí qué, lo estoy diciendo,
a ver si vienen a ponerme en mi lugar

G. L.

I
Pues uno empieza a vivir cuando deja de hacer literatura.
Sin corazas imaginarias arremeto para despejar la acera,
con destreza evado, silbo una cumbia sin que me traicione
el tonito belicoso de la sinfonía “Heroica”.

He ahí la cantina: más vale dejar a las puertas la metáfora
y decir que lo único real es este calor endemoniado
y el banquillo de siempre esperándome en la barra semivacía
de El Encanto. Uno aprende a vivir ––reflexiono 
mientras pido Lo mismo –– cuando concluye
que la literatura es la preexistencia de la realidad,
cuando no evoca sino atiende al contacto gélido
de las cosas próximas: tenazas para el hielo,
agua quinada para el vodka. ¿Quién más feliz
que aquel que no pretende serlo?

Nada de entornar los ojos y hacer como que llega la musa:
goza el sol desangrando su delirio. Nada de eso,
así empiezan las sufridas vocaciones literarias.
El hielo se fractura ruidosamente en el vaso,
y hago como que no escucho en el fondo
batidas armas, tambores desganados:
artificiosos coros en competencia desigual
con la corriente ronca del Éufrates.


II
Pudo ser de otra manera, pero no: despierto
sujetando dolorosamente mi brazo contuso.

Tanta hinchazón me mantuvo a flote en la cama.

¿Ya narré cómo ––casi abatido–– rompí el cerco?
Mi mujer cree que estaba borracho y tuve algún altercado
con los cilicios, pero sabe bien que nunca busco pelea
cuando estoy pasado de tragos. A mediodía me refugio
en un sitio neutral y pido vodkas y desinflamatorios.
Estoy fraguando una buena excusa para justificar
mañana mi ausencia ante las Autoridades.
“Pendejos, deberían condecorarme”
––le digo amargamente al mesero.

Mi brazo enseñorea las insignias de sus hematomas.

Pude haberme negado a marchar contra los bárbaros alcoholes,
pude, pero la sed y el olor a guisado de pollo
debilitaron mis flancos, y atravesé con paso resignado
las puertas del tugurio; cierto que bebí, que discutí
––ejercicios rutinarios––, mientras al fondo,
acodado en la mesa, el anciano sirio
(parche al ojo, lengua cárdena)
profería terribles palabras de venganza.

Soñaste ––me dice el mesero––. Ayer sólo estuvieron
aquí Gerardo, tú y El Maicol. Te caíste
cuando ibas al baño y entre todos te levantamos.
¿Ajá? ¿Alguien me quiere decir por qué entonces
mi brazo está inmovilizado por las cánulas
y el cielo ondea como una sucia bandera enemiga?


III
Aquí soy feliz ––confieso al Maicol
mientras devoramos pata envinagrada en El Encanto.
Caldo y cervezas reclamo para mi justo honor
este mediodía. El vaso me constriñe en miserables bordes,
pero sigo abasteciéndome de tragos
como si aún viviera en tiempos del Imperio.

Puedo sin aflicción postergar la escritura minuciosa
de cuantas batallas me he ausentado, si voluntariamente
rehúso coronarme de laureles inmediatos.

Nunca está enfrente el enemigo, sino atrás
––confabula Ciro por encima de mi hombro.

Debo aprovisionarme entonces de cigarros,
navajas de rasurar, cerveza suficiente si hay visos
de imponer ley seca mañana. Y voy a comprar
sueros y tafiles para seguir leyendo a Jenofonte.

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