domingo, 4 de diciembre de 2011

Moebius


Moebius. Poetas nacidos en los ochenta. Una memoria. 

Gerardo Lino

Soñé con un poema. Era breve, de unas tres o siete estrofas y versos endecasílabos de seguro; quizás alejandrinos. Al despertar no recordé qué decía. Quedaba la sensación de su redondez, de su inevitabilidad. Eso fue suficiente.
Había estado leyendo como desesperado una serie de poemas escritos por unos hijos de los años ochenta, reunidos en una antología que ostenta el nombre de Moebius. Sus diferencias y sus semejanzas me llamaron la atención; su madurez de cosa que ya da fruto; su frescura, en el buen sentido de la palabra —y en el malo—. No creo que eso haya influido en el poema que soñé, o al menos no creo que ese poema soñado y desaparecido para siempre fuera una especie de resumen, síntesis o zumo de todo lo que en aquellos pude asimilar o que sin darme cuenta pudieron darme. Sería imposible e indeseable —sobre todo indeseable— que la diversidad de las escrituras pudiera llegar a agotarse en ese residuo, por más perfecto que pudiera haber sido. Porque en la realidad, en la realidad de la lectura con que nos alimentamos, gozamos y parimos, nada sería más empobrecedor que solamente acceder a un exclusivo y único poema, como si con eso se nos hubiera otorgado al fin el summum de lo eterno.
Nada más indeseable. Acostumbrados como estamos a la incertidumbre, sin duda buscamos con ansia un asidero, un refugio para la noche, una palabra que sin titubeos nos quite los titubeos; una forma verbal que diga lo que somos, que piense lo que pensamos, revele ese nudo de lo conocido que ignoramos o dé luz en nuestra ignorancia, en la desolación, siempre contra la indiferencia y siempre con el gozo de haber estado en cierto lugar tan cierto como los lugares que visitamos o que nos visitan en los sueños.
Que el poema salga del sueño soñado o del sueño de la vida, no importa; pero que salga, que podamos cogerlo como un animal elusivo y ponerlo con nuestras propias palabras. Que venga del sueño de la muerte de Shakespeare o de esa larga marcha por los reinos de la muerte que hizo Dante; pero que venga y podamos asestarle un tajo como en los sueños que ahora llamamos Ilíada, a fin de arrastralo con nosotros mientras somos arrastrados por la tierra impía, por las rapsodias de la compasión o por las aguas tentadoras. Que aparezca inopinadamente en el umbral de nuestra puerta, como le dijo a Kavafis la Mayor Señora del Mundo: “no soy tu esclava para que me llames cuando se te pegue la gana; tú tienes que estar esperándome”.
Como quiera, pero que sea.
Luego: reunimos esos intentos del espíritu en las formas verbales; los damos a leer a nuestros amigos; escuchamos sus pareceres o lo que dicen que dicen que dijeron nuestros adversarios —en especial, lo que no pudieron decir—; nos atenemos a la crítica que por su casa empieza —y así—. Entonces consideramos pertinente darlos a la luz.
Una lectora —o un lector— nos dice que quiere publicarlos junto con otros. Damos nuestra anuencia. Resulta que esos otros son nuestros coetáneos, seres que por un azar, igual que uno, nacieron en los mismos años. Y ahí vamos, cooperamos para que nuestro proyecto se vuelva un objeto más del mundo y sea leído, igual que hemos escrito un poema: para que llegue a los lectores —si no, para qué.
Llegó este libro a mis manos por invitación de un amigo. Agradezco la oportunidad. Porque no suelo leer antologías. De hecho, soy incapaz de hacer un estudio crítico sobre las antologías que sin cesar aparecen —mendaces unas, críticas otras; de grupo, individuales; todas con la misma ínclita intención: ser leídas—. Falta poco para que acabe y puedan leer algunos poemas de Moebius algunos de sus autores.
Tuve la tentación de citar versos que me atrajeron, de aquellos que responden a la expectativa congénita de los lectores de poesía: que el poema sea inevitable. Uno va leyendo y conforme aparece la siguiente palabra en la percepción, otro adentro va diciendo “sí, sí, síguele así, así es”, como quien concuerda con el amante por la verdad que el ritmo acompasado de los cuerpos nos confiere. Tuve la tentación, pues. Considerando en frío, sería un despropósito caer en esa parcialidad, porque al fin y al cabo estos jóvenes escritores tienen sus ilusiones y ay de aquél que desgracie la inocencia. Eso se lo dejo a los lectores de Moebius: ya dirán cómo los oyen, cómo los ven, quién vale o valdrá o ya valió.
Solamente una cosa les digo: estos 21 poetas están haciendo vivir la poesía —igual que muchos a quienes jamás conoceremos—; andan tras ella por los desiertos con tal de darle alcance o por los mares de la confusión hasta dar con la Fiel que no es de nadie; asedian ante las murallas imbatibles para darle un tajo; visitan esos nobles castillos donde residen las figuras de sus ancestros, “desde Homero hasta Joseph Conrad”; desde Mallarmé hasta Octavio Paz; desde Rilke hasta Lizalde; desde John Keats hasta Anne Carson; desde Emily Dickinson hasta Coral Bracho; la esperan atildados en sus puertas —no a Coral, que ya sería una bendición, sino a la Mayor Señora del Mundo—, anhelantes o haciéndose los dormidos pero pendientes.
Despierto del sueño de haber escrito; me encuentro un obsequio —de Ella. {2XII11}