miércoles, 25 de enero de 2012

Revueltas / Sloterdijk : coincidencias en los comienzos



Releo esto:

“Señoras y señores, convendrán conmigo en que en un libro normal nadie ha llegado a sentir como un problema el hecho de abrir la primera página. Sin embargo, hoy no estamos hablando de un libro normal, y nos da la impresión de que las cosas se complican en el lugar más insospechado. Por otro lado, si el libro infinito del que nos habla Borges no fuera más que una ficción cuyo sentido no tuviera absolutamente nada que ver con el realismo, no tendría que perturbarnos tanto; es más, sólo provocaría una discusión literaria o de tipo fantástico. Si la literatura siempre fuera únicamente literatura y la vida siempre fuera únicamente vida, sería imposible relacionar los problemas de la literatura con los de la vida; aquéllos no podrían ser considerados nunca por lo que en la metafísica de la cotidianidad llamamos ‘problemas reales’. Ahora bien, nosotros enseguida observamos que la distinción entre literatura y vida no puede delimitarse con tanta claridad. Es por esta razón por la que propongo, señoras y señores, que realicemos una especie de experimento mental.

Imaginemos que aparece de nuevo ese rubio escocés vendedor de biblias de voz melancólica, pero esta vez no pide al comprador potencial del Libro de Arena que busque la primera página de la obra. No, ahora él nos pide a nosotros que abramos la primera página de nuestra vida para leer en voz alta lo que está ahí. ¡Un momento! Nos aprestamos a hacerlo, y enseguida se adivina cuán excesiva es la exigencia, aquí la vieja metáfora del libro se esfuerza de nuevo por imaginar la totalidad de la vida humana... un juego al que se entregan los hombres desde que existen los libros. ¿Y por qué no deberían entregarse a él si el libro representa en el mundo una de las singularidades más gratas que pueden corresponder a una totalidad? Sin embargo, muy pronto el asunto empieza a mostrar todas sus caras espinosas.

Nuestra vida, en el caso de que sea un libro, no puede ser en ningún caso un libro infinito, ya que sabemos que la vida con la que hemos de vérnoslas empieza con la concepción o el nacimiento y termina con la muerte. Ésta sería, por tanto, si queremos seguir con la misma imagen, un libro finito, del mismo modo que las biografías humanas son historias que pueden ser leídas al final y hojeadas de principio a fin. O al menos, ésta es la impresión que se tiene si convenimos en que los libros finitos son metáforas útiles para una vida finita. [...]

Pues también en el libro finito que narra los comienzos de una vida finita se produce el efecto que hacía palidecer al narrador de Borges y le impulsaba a hacer la siguiente observación: ‘¡Esto es imposible!’. A lo que replicaba el vendedor de biblias, como ya hemos oído, que, en efecto, era imposible y, sin embargo, era.

Si me invitaran a contar mi vida y comenzar por el principio, me pasaría lo mismo que al descompuesto bibliómano de Buenos Aires, sólo que en mi caso parecería como si pudiera comenzar incondicionalmente desde el principio: en realidad, la historia que yo, si pudiera, tendría que narrar sería una historia finita. Sin embargo, extrañamente, me sentiría incapaz de hacerlo, pues, por raro que pueda sonar, esta historia mía empieza con mi ausencia o, dicho más prudentemente, con la ausencia de mi recuerdo y bajo la pérdida de mi conciencia de haber estado presente. Suponiendo que en las primeras páginas de mi libro hubiera que dar cuenta de mi nacimiento, este requerimiento sería cualquuier cosa salvo extravagante, dado que yo, como héroe de mi historia, tengo que haber estado allí de alguna manera para dar fe de mi visita en este mundo.

Pese a esto, si se pidiera a alguien que reprodujese su propia historia con todo detalle y sin ironía al estilo de una narración del yo, inmediatamente se le tendría por charlatán o por una especie de barón de Münchhausen capaz de tirar de sus cabellos para salir del seno materno. Esto significa, sin embargo, que tampoco en nuestra historia finita, que nadie juzgaría como un juego diabólico indio, conseguimos abrir la primera página. Pues cuando la podemos abrir, sabemos enseguida esto: no es en realidad la primera página. Cuando comenzamos a narrarnos nuestra historia es porque con toda seguridad no hemos sido nosotros los que hemos comenzado desde el principio, sino porque sólo hemos entrado más tarde: el primer recuerdo, más o menos, del que disponemos es el de nuestro papá dándonos vueltas por el aire, el del pequeño yo dando gritos de júbilo por el balanceo, el de cuando tiramos a la calle la vajilla familiar... si algo ponen de manifiesto estos detalles tan típicos es que justo en el momento del comienzo propio se abre una laguna difícil de cerrar del todo.

Si nuestra vida fuera un libro finito normal, lo que quedaría de ella, entre la encuadernación delantera y el lugar en el que nosotros empezamos a hablar por nosotros mismos, sería, exactamente como en el monstruoso libro de Borges, un montón de páginas imposibles de abrirse. Esto no significa otra cosa que para el hombre, en cuanto ser finito que habla, el comienzo del ser y el comienzo del lenguaje no van de la mano bajo ninguna circunstancia. Pues cuando comienza el lenguaje, el ser ya está ahí presente; y cuando se quiere empezar con el ser, uno se hunde en el agujero negro de la ausencia de palabra.”

—————
Peter Sloterdijk, Venir al mundo, venir al lenguaje. Lecciones de Frankfurt, trad. Germán Cano, Pre-Textos, Valencia, 2006, pp. 38-41.


 / Luego doy con esto: *


Hegel y yo **

José Revueltas


“ ‘Mira —me dice—, todo acto profundo (y no es necesario que tú mismo seas profundo para que hagas un acto profundo) es inmemorial. O sea, es tan antiguo que no se guarda memoria de su comienzo, nadie sabe de dónde arranca, en qué parte se inició o si no se inicia en parte alguna. El acto profundo no tiene principio, no ha comenzado jamás, pero tan sólo porque no existe la memoria de ese acto, no hay ninguna data que lo testimonie ni podrá haberla nunca. Es anterior a la data, un acto no registrado, pero hecho, la suma de una larga serie de actos fallidos hasta llegar a él, en la soledad más absolutamente vacía de testigos. Entonces, por cuanto estás aquí (digo, aquí en la cárcel o donde estés, no importa), por cuanto estás y eres en algún sitio, algo tienes que ver con ese acto. Más bien, no algo sino todo; tienes que ver todo con ese acto que desconoces. Es un acto tuyo. Está inscrito en tu memoria antigua, en lo más extraño de tu memoria, en tu memoria extraña, no dicha, no escrita, no pensada, apenas sentida, y que es la que te mueve hacia tal acto. Tan extraña, que es una memoria sin lenguaje, carente en absoluto de signos propios y ha de abrirse camino en virtud de los recursos más inesperados. Así, esta memoria repite, sin que nos demos cuenta, todas las frustraciones anteriores a su data, hasta que uno acierta de nuevo con el acto profundo original que, ya por eso solamente, es tuyo. Pero solamente por esto, pues es tuyo sin que te pertenezca. Lo contrario es la verdad: tú eres quien le pertenece, con lo que, por ende, dejas de pertenecerte a ti mismo. El acto profundo está en ti, agazapado y acechante en el fondo de tu memoria: de esa memoria de lo no ocurrido. Tiendes a cometerlo en cualquier momento; el que lo cometas o no, tampoco es asunto tuyo ni de que reúnas las condiciones para ello. Se ha vuelto cosa del puro azar, al alcance involuntario de cualquiera. Bien, he dicho cometerlo y esto es inexacto hasta cierto punto. Es un acto que acepta todas las formas: cometerlo, prepararlo, consumarlo, realizarlo, está simplemente fuera de toda calificación moral. El calificarlo queda para quienes lo anotan y lo datan, o sean los periodistas y los historiadores, que lo han de ajustar entonces, necesariamente, a una determinada norma crítica vigente, con lo que no hacen sino borrar sus huellas y fastidiarlo, erigiéndolo así en un mito más o menos válido y aceptable durante cierto periodo: Landrú, Gengis-Kan, Galileo, Napoleón, el Marqués de Sade o Jesucristo o Lenin, da lo mismo. O El Fut, que resulta un magnífico ejemplo de excelente pateador de cabezas además un ejemplo que tenemos en casa, aquí luego en la Crujía D.’

No descubro nada excepcional al darme cuenta que puedo encontrar lo que busco si tan sólo logro reconstruir con exactitud los hechos, uno a uno y uno tras otro, desde el principio, pero sucede que es el principio mismo lo que se me escapa, y en esto habría que darle la razón a Hegel: aquí hay algo que no ha comenzado, el extremo del hilo se me va. Las cosas podrían comenzar hoy, por ejemplo, en este mismo instante.



——————
** Fragmento del relato de Revueltas escrito en la Cárcel Preventiva, 1971
* Gracias al post de Enrique Maraver