Moebius. Poetas nacidos en los ochenta. Una memoria.
Soñé con un poema. Era breve, de unas tres o siete
estrofas y versos endecasílabos de seguro; quizás alejandrinos. Al despertar no
recordé qué decía. Quedaba la sensación de su redondez, de su inevitabilidad. Eso
fue suficiente.
Había estado
leyendo como desesperado una serie de poemas escritos por unos hijos de los
años ochenta, reunidos en una antología que ostenta el nombre de Moebius. Sus diferencias y sus semejanzas
me llamaron la atención; su madurez de cosa que ya da fruto; su frescura, en el
buen sentido de la palabra —y en el malo—. No creo que eso haya influido en el
poema que soñé, o al menos no creo que ese poema soñado y desaparecido para
siempre fuera una especie de resumen, síntesis o zumo de todo lo que en
aquellos pude asimilar o que sin darme cuenta pudieron darme. Sería imposible e
indeseable —sobre todo indeseable— que la diversidad de las escrituras pudiera
llegar a agotarse en ese residuo, por más perfecto que pudiera haber sido.
Porque en la realidad, en la realidad de la lectura con que nos alimentamos,
gozamos y parimos, nada sería más empobrecedor que solamente acceder a un exclusivo
y único poema, como si con eso se nos hubiera otorgado al fin el summum de lo eterno.
Nada más indeseable.
Acostumbrados como estamos a la incertidumbre, sin duda buscamos con ansia un
asidero, un refugio para la noche, una palabra que sin titubeos nos quite los
titubeos; una forma verbal que diga lo que somos, que piense lo que pensamos,
revele ese nudo de lo conocido que ignoramos o dé luz en nuestra ignorancia, en
la desolación, siempre contra la indiferencia y siempre con el gozo de haber
estado en cierto lugar tan cierto como los lugares que visitamos o que nos
visitan en los sueños.
Que el poema
salga del sueño soñado o del sueño de la vida, no importa; pero que salga, que
podamos cogerlo como un animal elusivo y ponerlo con nuestras propias palabras.
Que venga del sueño de la muerte de Shakespeare o de esa larga marcha por los
reinos de la muerte que hizo Dante; pero que venga y podamos asestarle un tajo
como en los sueños que ahora llamamos Ilíada, a fin de arrastralo con nosotros
mientras somos arrastrados por la tierra impía, por las rapsodias de la
compasión o por las aguas tentadoras. Que aparezca inopinadamente en el umbral
de nuestra puerta, como le dijo a Kavafis la Mayor Señora del Mundo: “no soy tu
esclava para que me llames cuando se te pegue la gana; tú tienes que estar
esperándome”.
Como quiera,
pero que sea.
Luego: reunimos
esos intentos del espíritu en las formas verbales; los damos a leer a nuestros
amigos; escuchamos sus pareceres o lo que dicen que dicen que dijeron nuestros
adversarios —en especial, lo que no pudieron decir—; nos atenemos a la crítica
que por su casa empieza —y así—. Entonces consideramos pertinente darlos a la
luz.
Una lectora —o
un lector— nos dice que quiere publicarlos junto con otros. Damos nuestra
anuencia. Resulta que esos otros son nuestros coetáneos, seres que por un azar,
igual que uno, nacieron en los mismos años. Y ahí vamos, cooperamos para que
nuestro proyecto se vuelva un objeto más del mundo y sea leído, igual que hemos
escrito un poema: para que llegue a los lectores —si no, para qué.
Llegó este libro
a mis manos por invitación de un amigo. Agradezco la oportunidad. Porque no
suelo leer antologías. De hecho, soy incapaz de hacer un estudio crítico sobre
las antologías que sin cesar aparecen —mendaces unas, críticas otras; de grupo,
individuales; todas con la misma ínclita intención: ser leídas—. Falta poco
para que acabe y puedan leer algunos poemas de Moebius algunos de sus autores.
Tuve la
tentación de citar versos que me atrajeron, de aquellos que responden a la expectativa
congénita de los lectores de poesía: que el poema sea inevitable. Uno va
leyendo y conforme aparece la siguiente palabra en la percepción, otro adentro
va diciendo “sí, sí, síguele así, así es”, como quien concuerda con el amante
por la verdad que el ritmo acompasado de los cuerpos nos confiere. Tuve la
tentación, pues. Considerando en frío, sería un despropósito caer en esa parcialidad,
porque al fin y al cabo estos jóvenes escritores tienen sus ilusiones y ay de
aquél que desgracie la inocencia. Eso se lo dejo a los lectores de Moebius: ya dirán cómo los oyen, cómo
los ven, quién vale o valdrá o ya valió.
Solamente una
cosa les digo: estos 21 poetas están haciendo vivir la poesía —igual que muchos
a quienes jamás conoceremos—; andan tras ella por los desiertos con tal de
darle alcance o por los mares de la confusión hasta dar con la Fiel que no es
de nadie; asedian ante las murallas imbatibles para darle un tajo; visitan esos
nobles castillos donde residen las figuras de sus ancestros, “desde Homero
hasta Joseph Conrad”; desde Mallarmé hasta Octavio Paz; desde Rilke hasta
Lizalde; desde John Keats hasta Anne Carson; desde Emily Dickinson hasta Coral
Bracho; la esperan atildados en sus puertas —no a Coral, que ya sería una
bendición, sino a la Mayor Señora del Mundo—, anhelantes o haciéndose los
dormidos pero pendientes.
Despierto del
sueño de haber escrito; me encuentro un obsequio —de Ella. {2XII11}